Por Martha Enna Rodríguez Melo
La sencilla enunciación de la palabra tiene un fuerte poder evocador, no solo de imágenes, también de acentos emocionales, en una escala donde cada peldaño es sensible, posee altura e intensidad y una duración que depende de la memoria y se renueva con calma, en los lapsos que anteceden al reencuentro con sus gestos en el tiempo, en un nuevo giro de la espiral.
Muchas páginas de textos académicos, pero también mucha poesía se ha escrito buscando aclarar el misterio de un espacio posible, un lugar desde donde la música nos habite, o tal vez nosotros la habitemos. La grandeza de su misterio se nos aclara parcialmente al conectarnos personal y comunitariamente a través de su fuerza vinculante.
Y en eso consiste la celebración, en recrear las diversas formas en que nos ha influenciado, definido o ayudado a crear un territorio habitable, un lugar al que podemos recurrir y es parte de nuestra biografía. Quizás nos produce una admiración gozosa, un sentimiento casi o religioso o una experiencia amorosa.
Participamos en su celebración por lo menos de dos formas, en primer término como concurrentes, receptores que alimentamos nuestro ser cuando la tenemos cerca, incluso si no suena para nadie más, sino que resuena en nuestro interior. Pero también como celebrantes, (creadores o intérpretes, mediadores) que queremos repeler la apatía y el cinismo.
Las celebraciones implican mitologías, tanto de quienes poseen sabidurías ancestrales que se expresan en espacios rituales, como de quienes habitamos combinaciones elaboradas a través de múltiples contactos con visiones selectivas del mundo, a veces escenificadas en espacios de frivolidad. Cada celebración musical remite al juego social, devela los dramas y las tensiones de diferentes grupos, las transformaciones y negociaciones entre lo vivido y lo imaginado, entre fantasía y ficción.
Nos preparamos para celebrar, al tomar en las manos la prolongación del cuerpo que es un instrumento musical, para hacerlo sonar. También al insistir en adentrarnos en cada matiz, eco, resonancia y sonoridad que nos sugiere o presentimos, al repetir los gestos que equiparan gradualmente nuestros recursos físicos a los desafíos de la interpretación. Construimos el instrumento en nuestro interior, a través de la reiteración significativa, inherente a la celebración, que genera intensidad y nos acerca paso a paso al encuentro de la fluidez y la libertad.
Las celebraciones nos permiten reconocer lo que ya se conoce, hacen habitable el tiempo, transforman el mundo en el hogar, el hogar de la autenticidad emocional, educada a través de la memoria y la atención profunda. Es preciso conocer para poder amar, en experimentos de laboratorio se ha comprobado como alguna música que preferimos, despierta reacciones físicas que se replican en cada audición, aún si el estímulo se repite muchas veces seguidas y el sujeto parece permanecer indiferente.
La relación intrínseca entre música y celebración implica reconocer los valores de los que no participamos, tal vez por poseer una bien educada parcialización estética. Nuestra valoración de la personalidad, que confiere a las obras un porcentaje de independencia y originalidad, ajustable a las formas occidentales de producción uso y consumo, ha de ser dejada de lado cuando sonidos heterogéneos en un instrumento, o en conjuntos musicales, se incorporan de manera natural en músicas, cuyos elementos de altura y ritmo constituyen una unidad con la calidad tímbrica.
La celebración musical no es optativa, su discontinuidad causa efectos negativos, la pandemia nos está enseñando sobre nuestra necesidad de no perder los vínculos personales y colectivos, que refuerzan la higiene emocional.
La puesta de sol de hoy no es lo mismo que la de ayer, el pasado cambia porque cambiamos, los likes no resuenan, tan solo amplifican el ego.
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